No me fue dado saber esperar.
Impaciente, corría a abrir los regalos navideños antes de la apertura general, cuando los adultos estaban distraidos. Una promesa materna incumplida sobre algún regalo o juguete implicaba mis ruegos constantes.
Ha no mucho no podía estar demasiado tiempo lejos de la mujer amada; la buscaba, la impacientaba, la acorralé y huyó, urgida además por sus propios demonios.
Pues bien, tal vez llegó el tiempo de saber esperar. Más aun, de no esperar nada. De dejar que las cosas fluyan, como se escucha decir recurrentemente.
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